La muerte de mi madre

Para los que hayan estado leyéndome, este es mi segundo deseo.
Fue hace ya mucho tiempo y por la situación de mi familia apenas puedo considerarme huérfana (aunque hay días en que la extraño mucho).
Mi mamá siempre fue una mujer alegre y con muchos planes locos (al menos así la recuerdo). Compró su última muñeca un par de meses antes de morir y pensaba hacer una colecta para que pudiera estudiar la carrera que deseaba en la universidad más prestante de la ciudad.
Mi feliz Madre, un día cualquiera no pudo siquiera levantarse de la cama. Ingresada de urgencias, en la Cruz Roja le dijeron que tenía anemia y se gastaron toda la sangre que ella, mi hermano mayor y yo donamos durante años.
Cuando la llevamos a la clínica, le diagnosticaron Anemia Aplásica, un eufemismo para decir que su sangre la estaba envenenando, pero en esa época pre-internet todos nos confiamos de la inofensiva palabra "anemia" que enmascaraba la palabra Cáncer, la leucemia.
Mi madre duró muy poco tiempo enferma (sé de enfermos que han resistido años). Las enfermeras (que me adoraban y pensaban que era hija única de madre soltera, pues ni mi papá ni mis hermanos hicieron acto de presencia) hacían la vista gorda cuando me veían meter de contrabando a su habitación hamburguesas y ensaladas de fruta. Como la comida no debía desperdiciarse (aunque fueran las recetas saludables e inmundas de un hospital público) yo me comía su ración clínica. Desde ese día tengo la firme convicción de que en ese sitio y al menos en esa época, le ponían tranquilizantes en la comida a los enfermos, porque yo vivía cansada, desanimada y con sueño, mientras mi madre era la enferma más vivaracha de todo el pabellón. Fue durante la mayor parte de su estadía en el hospital, la enferma más despierta de la clínica.
A pesar de ello, no sé si un presentimiento materno o su deseo de darse por vencida, pero en cuanto supo cuál era su enfermedad empezó a tomar las disposiciones pertinentes para su muerte: me entregó sus cosas, me legó dinero, me dio sus últimas enseñanzas y me recomendó a mis hermanos, diciéndome que ella confiaba en mi capacidad de salir adelante, mientras que en la de ellos, no. Ha resultado ser más bien cierto.
Mi madre, hipersociable y positiva, hizo migas con la señora que compartía su habitación y ya estaban juntas planeando hacer una empresa de tejidos de abuelas. En mi último día con ella, dieron de alta a esa señora y yo me alegré mucho de que pudiera regresar con su familia.
Yo me quedaba con ella todos los días entre semana, los sábados y domingos me relevaban mis tías y así un fin de semana que incluía un festivo (o sea tres días) decidieron que iniciar la quimioterapia con mi mamá y cuando regresé el martes, la encontré devastada.
Pálida, demacrada y con dolores constantes que no se le calmaban. Y como dieron de alta a su compañera de habitación, el médico sugirió que yo pasara la noche en el hospital para atenderla.
Yo traté de tranquilizarla y apoyarla y una vez más, como tantas otras, lo que yo pudiese hacer fue insuficiente, así que acudí a instancias mayores.
Me dirigí a la capilla del hospital y allí sola me senté en uno de los bancos laterales.
Nuevamente le rogué a mi dios particular que si era para conservarla en ese estado de dolor y sufrimiento, mejor que la dejara morir. Y que si fuera muy pronto mejor.
Aun más de 10 años después, me pregunto si fue maldad de mi parte desear su muerte. Ni siquiera le pregunté, aun cuando tenía la sensación de que esa era una batalla que ella no estaba dispuesta a luchar.
Porque por segunda vez, mi dios particular cumplió y después de varios días de intenso sufrimiento, esa noche, mientras estábamos solas en su habitación, mi mamá se acomodó para dormir, (postura imposible en su situación incomodidad, donde todo su cuerpo gritaba por el veneno químico corriendo en sus venas, pues solía dormir de medio lado) y dormida, sin miedo ni dolor, murió.
La enfermera que debía controlar a los pacientes de su piso, apareció en su habitación más de una hora después y al verla tan quieta preguntó si al fin ella había podido dormir, recibiendo una de mis típicas respuestas:
 - Creo que más que eso
Ante lo cual le tomó las constantes vitales para confirmar lo que yo ya sabía y debo decir en su favor que con la máxima delicadeza posible, me informó que mi madre había muerto y se sorprendió mucho cuando una vez más, como tantas otras en mi vida, apreté los dientes y no dejé caer ni una sola lágrima.
Entre las dos la levantamos de la cama y la bajamos a la morgue.
Fue la última vez que la vi.
Y esa noche me quedé vagando en la clínica, llegar esa noche a casa implicaba dar una noticia que no tenía fuerzas para dar, además, ya nadie podría hacer nada más por mí madre y esa noche de sueño tranquilo iba a hacer falta a toda mi familia.
De madrugada (5 o 6 am) me comuniqué con mis tías (a las que un acucioso doctor había llamado con la noticia a medianoche: aun no sé si agradecérselo o no) y después tuve que recoger la ropa, los libros y el pequeño tv que habíamos dejado en su habitación hospitalaria. Al salir me preguntó un guardia que de dónde saqué las cosas y después tuvo el buen tino de preguntar dónde estaba el enfermo recibiendo mi respuesta lapidaria:
- Está Muerta
Algo en mi cara debió mostrarle que decía la verdad, porque me dejo ir sin siquiera saber cómo despedirse.
La llegada a casa, comunicar la noticia a mis hermanos y a mi padre y acostarme a dormir realmente agotada, porque la noche del hospital había sido bastante aterradora.
Cuando me levanté en la tarde, compré un paquete de galletas enorme, un frasco de mermelada y uno de queso para untar y sin pensarlo, tomé rumbo a la casa de Mi Mejor Amigo, mi fiel y amado Neo (que sigue en tal papel hasta nuestros días) y nos despachamos toda la comida entre los dos.
No recuerdo ya si le conté o no lo de mi madre (supongo que si) pero ni aun con él, derramé una lágrima. Neo me contó chistes, me arrulló un poco, me hizo reír y tragó conmigo. Fue perfecto, como siempre.
Más tarde fui a la funerario para su velorio y no quise acercarme al ataúd de tapas abiertas, que mis toas habían preparado por consideración a  mis hermanos, que nunca fueron a ver a mi madre a la clínica. Sé que aun se sienten culpables de eso.
De sus funerales recuerdo el sabor de té de fresa que repartieron durante toda la velada, que sabía delicioso y que nunca he vuelto a probar desde entonces.
A mi madre la cremaron y dos días después de ello había que ir a reclamar sus cenizas, cosa que hice completamente sola y sin decirle a nadie. El sacerdote estaba asombrado de la poca concurrencia al momento en que puse las cenizas de mi madre en tierra, incumpliendo su deseo de ponerlas bajo un árbol. Todo eso sin derramar ni una sola lágrima.
No lloré la muerte de mi madre hasta muchos, muchos años después, en brazos de la persona que consideré adecuada, y que tuvo que verme llorar literalmente horas enteras, hasta que me quedé dormida de puro agotamiento.
Mi madre y yo no éramos especialmente cercanas, no éramos las mejores amigas (ella llegó a conocerme muy poco realmente, pero eso parece ser un factor constante en mí) pero era mi mamá y creo que era la única persona en el
mundo que estaba realmente dispuesta a hacer lo que fuera por mi. 
Desde su muerte, me cuesta mucho ver la película "Dumbo" porque indefectiblemente las escenas donde la madre de él está encerrada y aun así lo mima por entre los barrotes me hacen llorar. Y yo odio llorar.
Estuve con mi madre en su enfermedad. Estuve con ella en el momento de su muerte, estuve con ella hasta el último minuto de poner sus cenizas en tierra (si me preguntan sé en qué cementerio está, pero no recuerdo su tumba. Nunca he ido a "visitarla". No creo que tenga sentido. Como sea, la vida sigue), cumplí y cumplo aun sus instrucciones de cuidar de mis hermanos y por extensión, de mis sobrinos (que ella nunca llegó a conocer y lo lamento: habría sido una abuela fantástica y alcahueta, como debe ser).
Estuve con ella en su muerte, incluso, se la deseé para librarla del sufrimiento e hice lo que pude por ella mientras vivió, la consentí y secundé en sus proyectos locos y me enteré de la historia de su vida, de lo que quiso contarme.
Conservo su reloj de arena, la caja de música que es recuerdo de un amor que no fue y algunas de sus muñecas.
Uno de sus vaticinios sobre mí fue que mi pareja sería menor que yo (como ella era mayor que mi padre) y que siempre encontraría la manera de salir adelante.
Espero honrar su fe en mi y deseo que esté dichosa en un cielo reservado a las mamás, con muñecas y juegos de té, con novelas harlequin y cajas de música...

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