Presenté este escrito para un concurso de un diario. Es obvio que no lo gané porque no lo han publicado después de casi un mes. Deje así.
Una vez más, como sucede cada 2 años, se acercan los pretendientes (también las “pretendientas” pero en este caso el lenguaje políticamente correcto no es relevante y hablaré en masculino, que el 90% son de tal género), al último cuarto de la torre más alta, prometiendo que, esta vez sí, van a pavimentar la calle que pasa frente a mi casa, convertirán el potrero de la parte de atrás en parque y limpiarán el rio que está junto al barrio.
Se acercan subidos en sus caballitos (de batalla) y ofrecen, como prenda de su amor, alimentos (típicos, como tamales o lechona) o material de construcción (tejas y ladrillos), junto a promesas que se lleva el viento.
Ni hablemos del color del príncipe, porque puede ser azul desteñido, agresivo rojo o agónico amarillo. No deja de ser curioso que los pretendientes que tratan de salir de este colorido espectro (casualmente el de la bandera) no resisten lo suficiente, como el verde mustio. Hay quienes lo eluden untándose de los tres colores pretendiendo representarlos todos.
Dejan de recuerdo sus tarjetas de visita, que por un lado tienen el calendario del mundial o sus logros y trayectoria, nunca lo que prometen, no vaya uno en un par de meses a sacarles la tarjeta, reclamando el cumplimiento de “lo puedo escribir en piedra”.
Por el otro lado tienen su foto sonriendo desde el Photoshop, muchos con la inquietante postura de brazos cruzados (anticipando lo que harán si resultan elegidos), cuando no se desnudan, en un terrible intento por demostrar que no tienen nada que esconder.
Algunos vienen acompañados por sus delfines, porque en este reino el poder se pasa de generación en generación y es bueno ir entrenando a los herederos en la principesca tarea de usar transporte público de vez en cuando (nunca en hora pico) y en alzar bebés para subir en las encuestas.
Mientras tanto suenan en la radio sus campañas de publicidad política gratuita, se ven sus afiches y sus panfletos, entregados por desganados ayudantes con plena conciencia de que el dinero que se les pague por tal labor será lo único bueno que saquen del advenimiento del príncipe, el que, esta vez sí, nos va a arreglar la vida.
Y así seguimos en este reino del desconcierto, el país del sagrado papel, tratando de encontrar la mejor opción para elegir, aunque el príncipe venga, como cada dos años, con el simulacro de hacernos creer que decidimos, que el futuro rey de este caos no ha aceitado ya sus maquinarias y está elegido de antemano.
La canción de la imagen es esta: